Salto Oriental

 

 

Noches serenas

 

Serena/sereno, Serenus “cielo sin nubes”, nos dice el latín, del diccionario, sin embargo, agrega :”Sereno, quien vigila en ronda” insiste finalmente con el recuerdo pacífico de su origen como último significado: “Dormirse al sereno”, a la intemperie de la noche”, sin nubes con esperanzas de estrellas.

 

Esta aparente indecisión de la palabra no es más que una descripción de la serenidad en toda su amplitud.

Casi todos, de chicos, hemos temido la oscuridad. Mucho ánimo debía juntar para pasar corriendo los pasillos oscuros y largos de mi casa antigua hasta la seguridad de un cuarto iluminado. Otras veces, en el medio de la noche, me despertaba y veía que el motón de ropa que habían dejado en la silla se había transformado en un ser informe, temiblemente vivo.

Más adelante, cuando la vida nos hace razonables abandonamos esos miedos primitivos y nos amedrentan otras penumbras más indefinidas y quizás más peligrosas.

La oscuridad fue una presencia notoria y recurrente en mi niñez.

Era una época anterior a las técnicas de eficiencia que nos asisten para iluminar la noche.

La calles de Salto, sin contar “el centro”, un cruce de calles iluminado con la luz de las vidrieras, se convertían en barrios con nombres hoy perdidos, la ciudad los fue incorporando de a poco, en forma advenediza, y desdibujó la gracia frágil de su leve autonomía.

Vivíamos a dos cuadras apenas, de calle Uruguay, la principal, pero aun así éramos un barrio : “El Palomar“. Llamado de este modo desde el tiempo en que las calles tenían los nombres fluviales, hoy perdidos. Río Arapey y Arroyo Pintado, había sido en otro tiempo nuestro cruce de esquinas.

Se cerraban temprano los zaguanes, al caer la noche, las calles quedaban solitarias con sombras continuadas.

La luz de las pantallas de metal colgaban salteadas en las esquinas.

Sus halos amarillentos eran islas temblorosas sacudidas con los vientos del invierno. En verano las rodeaban un limbo movedizo, como un velo de un tul desparejo que tejían las “efímeras”, las maripositas, inconstantes, tropicales y otros insectos oscuros, no tan inofensivos que rasgaban estos halos con vuelos en picadas sesgadas, peligrosas.

Algunas noches, con permiso extraordinario, antes de la cena, nos sentábamos en los escalones del zaguán de mármol frío aun en las noches de verano, y nos llegaba apenas como bocanadas el haz del foco que colgaba de la esquina. La luz de nuestra puerta iluminaba la vereda y nos guarecía como un faro a sus fareros.

La cuadra a esa hora parecía larguísima, dividida en lampos de unas casas claras y otras desaparecidas al antojo del temblor de esas luces desiguales. Era un paisaje de misterio, solitario, diferente del cotidiano de esa misma tarde.

El balcón de Raquel se cerraba mudo y taciturno ni bien oscurecía.

El habitual concierto vespertino de su dueña con staccatos salidos de sus dedos voladores y del alma apasionada de su piano, a balcón abierto para gracia y ritmo de la calle, hacía rato que había terminado.

En esa nueva dimensión con patrones de luces apagadas y de sombras, a veces nos llegaban el resonar de pasos distantes, invisibles que se iban acercando.

Aprensivos, mirábamos la cancel para un caso extremo de peligro. Protegidos en nuestra isla de luz, en silencio y atentos, esperábamos. En esa temeridad, que se nos hacía heroica, reconocíamos muchas veces, de golpe y aliviados, la figura familiar del hombre bajito de la vuelta de la esquina que habíamos visto esa mañana y con una ceremonia burlona de complicidad amistosa nos saludaba sacándose el sombrero, como si fuéramos grandes.

Muchas noches había apagones sin aviso y la ciudad entera se quedaba a oscuras.

La Usina Eléctrica había fallado nuevamente. Ubicada en el “Paso del Bote”, un barrio arrinconado muy cercano al montaraz arroyo Ceibal.

Arroyo que se debía cruzar en bote antes que el puente de “Los Algarrobos” existiera.

Muchas de mis compañeras de clase hacían ese cruce para ir a la escuela. Les quedaba más cerca, acortaban camino aun en las mañanas de niebla, de frío e inundaciones y esto les confería un halo de habitantes de otras tierras con encanto de duras travesías que admirábamos. Llevaban todavía, en sus peinados de trenzas, el recuerdo salvaje del humo de maderas de monte de los fogones del invierno de sus casas de la otra orilla del riacho.

Ese barrio era, por algunas cuadras, también el de “la Usina”.

La Usina funcionaba con carburantes fósiles y su mecanismo antiguo muchas veces colapsaba. Trabajaba a toda a maquina, aun en pleno día; como la locomotora de un tren a toda marcha, parecía que cinchara cuesta arriba la manzana entera con sus casas.

Las ventanas trepidaban y los vidrios de las canceles temblaban como caireles de cristales sueltos, a su arbitrio. El retumbar ritmaba la vida, las calles y la voz de los vecinos, para ellos ese retumbar era el silencio.

Sentíamos que la Usina era el corazón de la ciudad, su sangre era de luz, corría por cordones oscuros que llegaban a las casas como venas, intocables, luminosas y vivas.

Como todos los corazones fallaba muchas noches y la ciudad entera se quedaba a oscuras.

Eran “los apagones” que iniciaban los despliegues de artilugios previstos para esas noches de avatares.

Faroles de kerosén, lámparas de Aladino con mantillas transparentes de luces blancas de mágicos azules, aparecían las linternas guardadas en las mesitas de noche y siempre las velas, en todas partes. Eran las luces frágiles, sombras vagas en los techos altos que al pasar por las ventanas abiertas desaparecían al aire como “efímeras” y volaban al menor golpe de viento.

Cuando no había apagones la casa se sumía lentamente, adormecida. Las luces se desvanecían, los filamentos eléctricos rojizos, violetas se hacían invisibles.

La noche desvalida de luces sin embargo, tenía una recompensa. Se iniciaba el cuidado de la ronda.

Después de la cena, antes de la media noche cuando ya todos en los barrios estaban al abrigo de sus casas,

sentíamos en el silencio profundo de las noches un sonido alentador.

Sonaba un silbato en tonos bajos que con mensajes pautados de antemano trasmitía un código secreto.

Era el lenguaje de los serenos que informaban al aire oscuro la serenidad de la noche y de la ronda.

En los “staccatos” voladizos de sus silbos tejían un camino de luz que salteaba el de las sombras.

 

En mi barrio con antiguos nombres de ríos y de arroyos, de recuerdo y alusiones de palomas, la ronda comenzaba a una cuadra de mi casa.

Toda la ciudad sonaba en diapasones, ecos sucesivos de otros ecos se respondían en los barrios mas lejanos.

En ese damero de luces y de sombras de lampos y oscuridades, las penumbras eran vencidas.

Los serenos de mi infancia ya no existen, las ciudades se cuidan de otras maneras con técnicas más distantes, y la ciudad ya no sufre de apagones.

 

Serenus, cielo despejado sin nubes. Es la serenidad que se aprende y se conquista a la intemperie de la noche y de la vida, mas allá de lo que propone el diccionario.

El que silba en la oscuridad de su camino bien lo sabe. Hace su propia ronda, al despeje y cielo abierto, que disipa los nublados del alma y le ofrece la serenidad de la luz como promesa.

 

He encontrado entre antiguos papeles los recibos de estas rondas: “Impuesto al Sereno” que incorporo como homenaje a estos hombres invisibles que nos regalaban con su oficio un inapreciable don: la seguridad de las noches serenas.

Fechados entre 1860 – 1869.